Futuro: Minería espacial
La recolección de asteroides y otras cosas que nos depara el tiempo.
14/3/16
Estamos (sí, todos nosotros) devastando este planeta de a poco. Además, los recursos más preciados (los más escasos) son extraídos por la gente más pobre, especialmente los minerales. Y la extracción de combustibles ha sido monopolizada por corporaciones que tienen nuestro presente en sus manos. Pero esto tiene una solución, porque –¿adivina qué?– el universo está hecho de combustibles y minerales. Todo está allá afuera.
En esta aún lejana oportunidad fui a conocer el espaciopuerto comercial más importante del Sistema Solar: Ceres, un punto táctico en la economía del universo. Mi paseo, claro, no sería motivado por la curiosidad capitalista; me seducía aprender cómo la ciencia había resuelto la expansión de la Humanidad a través de la hambrienta nada del universo y cómo creció a partir de ella.
Decía Nietzsche que la ciencia es una necesidad, que sin ella el Hombre aún no hubiera aprendido a desconfiar. Nada nuevo habría además de variaciones de las mismas costumbres, quizá sólo nuevas supersticiones cuando accidentalmente descubriéramos caminos alternativos. Así que la ciencia de Ceres debía de ser realmente maravillosa, tanto como tan nuevo y largo era el camino que había abierto para llegar ahí.
Pero, antes de llegar yo, tuve que atravesar buena parte del Cinturón de asteroides, una odisea que resultó ser mucho menos peligrosa que lo que cabría en una imaginación influenciada por el arte, pero no por ello menos sorprendente.
Lo primero que impacta al viajero cuando el piloto automático anuncia que se adentrará en el cinturón de asteroides es que, a pesar de que éstos se agrupan de a millones, la típica imagen de naves esquivando rocas que nos dieron las películas y los videojuegos está totalmente fuera de escala.
El campo minado de rocas que hay entre Marte y Júpiter cubre 50 billones de billones de km3, pero la masa que hay en ese espacio apenas alcanzaría para rellenar los cráteres de nuestra Luna. La gran mayoría de los asteroides mide apenas más o menos que metros; sólo unos pocos llegan a varias decenas de kilómetros.
Con estas dimensiones, cada asteroide tiene en promedio mil millones de kilómetros de espacio para convertirse en un planeta si lo desea. Aún los más cercanos entre sí están a miles y miles de km unos de otros, todos más o menos en la misma órbita estable –y no tambaleándose aleatoriamente como bolas de un billar cósmico–.
Ya en tu era pre-espacial, 11 naves de NASA exploraron el cinturón de asteroides sin percance alguno. En el futuro, es un paso obligado para incursionar en la minería de asteroides, que ya se me dejaba entrever por la gruesa cúpula de mi transporte sideral, el Encke.
Encke no es una nave per se, sino un cometa. Su órbita dura apenas tres años, por lo que se decidió colonizarlo y aprovechar tanto su nula demanda de combustible como su paso periódico por los caminos de la Tierra, Venus, Mercurio, Marte y el propio Cinturón de asteroides. Además, el viaje de seis meses hasta Ceres era mucho más llevadero gracias a sus kilométricas instalaciones.
Su velocidad es prácticamente la misma que se podía alcanzar con el mejor motor de iones disponible en aquél momento del porvenir, pero por una fracción de su costo. Desde la base lunar, interceptar a Encke requería aún menos energía y dinero, e incluso se usaba para dejar a otras naves bastante cerca de Júpiter, donde otro capítulo de esta historia del futuro se escribía en silencio.
Pero esta vez se trata acerca de la minería de asteroides, una empresa que no haremos sólo por los minerales sino también por el agua que en forma de hielo atesoran estos objetos. Casi la totalidad del agua actual de la Tierra provino de estos asteroides, y sólo le daremos un empujón al desarrollo natural del Sistema Solar acarreando con naves estos témpanos espaciales como en otro tiempo los buques hicieron con los icebergs de la Antártida para repartir hielo en todo el mundo, mucho antes de que hubiera tecnología para congelar agua.
Claro debe quedar: por abundante que sea el agua sideral, no será gratuita. La infraestructura que hará posible esta empresa, además de la que vengo contando, se basará principalmente en la colonización de todo un planeta enano: Ceres, la gema incrustada en el centro del Cinturón que, por su escasa gravedad, es un espaciopuerto ideal que opone casi nula resistencia al despegue de las naves.
El 99% del problema de los viajes espaciales es salir al espacio. Hablando de tiempo, trabajo, energía y dinero, lanzar una nave fuera de la Tierra es como construir una central nuclear para poner en marcha una moto. Pero una vez afuera todo es mucho más simple. Ceres es, prácticamente, una estación espacial natural del tamaño de Argentina, con espacio de sobra para millones de trabajadores y turistas.
Al carecer de atmósfera y casi de gravedad, la superficie de Ceres está directamente expuesta al espacio. Escapar de allí cuesta poco más que saltar de un tren en movimiento. De hecho, ese era el sistema que se usaba para abandonar Ceres, cuyos rieles ya podía ver trazados por puntos luminosos desde la distancia a la que el transbordador que me llevaba desde Encke lo acechaba.
En todo este viaje –que algún día rozará los 23 minutos que tarda la luz en realizarlo– aprendí que Ceres tiene suficiente agua bajo su corteza para hidratar a su colonos, probablemente más que la Tierra misma. Tal abundancia no sirve sólo de alimento, sino también como combustible y fuente de oxígeno. Este gas, a su vez, luego de ser transformado en dióxido de carbono mediante un complejo proceso de respiración humana, era el que permitía crecer a las plantas, que generaban alimento y más oxígeno.
El aterrizaje fue suave y rápido. Tras corroborar que ningún pasajero traía animales o nitrógeno de contrabando (porque compone más el 75% del aire terrestre y la nostalgia paga muy bien en Ceres), todos abordamos un ascensor que nos llevó cientos de metros lejos del vacío.
Ya dentro de sus instalaciones subterráneas, noté que el verdadero problema de Ceres era su débil gravedad, de apenas un 3% de la terrestre. Inicialmente, los trabajadores de la base eran temporarios y debían llevar un estricto plan de ejercicios para regresar en buenas condiciones. Pero muchos comenzaron a establecerse, alentados por las ansias de reclamar como propia una parte de sus terrenos.
Toda la maquinaria humana que a las fuerzas terrestres les tomó millones de años modelar, la naturaleza anárquica de Ceres la corrompió en un par de generaciones. Con el tiempo, esto derivó en nativos biológicamente infrahumanos. Sus organismos se adaptaron a la ingravidez, y con más tiempo entre su atmósfera y radiación, innumerables mutaciones harán que deriven en una especie bastante diferente.
Pero Ceres, a diferencia de la Tierra, seguramente sobreviva a la transformación del Sol en una enana roja. Y los cerulianos serán parte del legado de los terrícolas por cien millones de años más. Pero –aún muy lejos de ese instante– el Ceres que yo veía por dentro era igualmente fantástico. La Humanidad se adapta como ningún otro parásito es capaz de hacerlo, transformándose tanto como transforma a sus anfitriones.
Los turistas como yo, por otra parte, nos alegrábamos de cosas como poder dar un salto vertical de 20 metros con poco esfuerzo. Al principio esto es genial, pero uno comienza a usar botas magnéticas la segunda vez que estornuda.
Además de los espacios recreativos destinados a tal fin, allí funcionan el puerto, la aduana, la refinería, el casino y el prostíbulo más importantes del Sistema Solar. Como la Antártida, Ceres no pertenece a ninguna nación, sino que sus zonas están más o menos bien repartidas, aunque al final toda la gente se mezcla, especialmente en el prostíbulo. Por ahora, los cerulianos heredan la nacionalidad de sus padres o antepasados terrícolas más cercanos, pero están empezando a reclamar la independencia del archipiélago espacial para ser, oficialmente, "centurinos".
La conquista del Cinturón de Asteroides no ocurrirá pronto, pero ocurrirá. Estamos hablando de pequeñas rocas con un billón de dólares en platino, por ejemplo, que devuelven mil veces más de lo invertido. Es un negocio que alguien no se va a perder...
Ya en 1967 los representantes terrícolas firmaron un Tratado Espacial que determina que el espacio es de dominio público y que ninguna nación puede reclamarlo como propio. Sin embargo, el pacto no contempla el uso de sus recursos –cosa absurda siendo tan abundantes y accesibles–. En vista de la enorme riqueza disponible en el Cinturón, propondría una nueva cláusula que contemplara la donación benéfica de cierto porcentaje de lo obtenido de los recursos espaciales, que son patrimonio de la Humanidad.
Esto, sin embargo, nadie lo estaba pensando en el futuro que visité, porque la ciencia avanza pero no suele arrastrar con ella a la filosofía del hombre común. Conquistar el espacio es infinitamente más fácil que dominar el egocentrismo de los seres capaces de conquistar el espacio.
Metales viles aparte, el tema de los recursos naturales en la Tierra del futuro sigue igual, excepto porque ya no hay gas ni petróleo. Por suerte, abundan el Sol y el viento –que empezamos a valorar fuera del planeta–, y la mayoría de los hogares y establecimientos son energéticamente autónomos; los sistemas son algo costosos, pero se pagan una sola vez y el mantenimiento es mínimo. Los grandes requerimientos energéticos particulares son satisfechos, como conté en otra ocasión, mediante diversas fuentes de energía espacial.
Mientras en la Tierra comenzaban a remediarse los problemas medioambientales y hasta a aprovechar la energía de los huracanes para generar electricidad, Ceres no estaba exento de accidentes y catástrofes naturales. El percance más común era la "caída" al espacio de quienes trabajan en la superficie. Por ello la mayoría de los constructores iban siendo reemplazados por robots.
Peor era cuando un tren descarrillaba o se quebraba su casco presurizado con ayuda de algún meteorito: los ocupantes, que no llevaban trajes especiales, quedaban a la intemperie absoluta... Mucho peor de lo que suena. Lejos de congelarse como nos enseñó a no pensar Hollywood, y aunque las temperaturas a la sombra son cercanas al cero absoluto, los cuerpos humanos comienzan a hervir.
Primero, porque al no haber nada a su alrededor a lo que transferir su calor corporal acumulan todo esa energía, sobrecalentándose. Segundo, por el factor de la presión atmosférica en el comportamiento del agua...
Incluso en la Tierra, aunque estemos acostumbrados a que ésta hierva a 100 ºC, ya a sólo 19.000 metros de altura –punto conocido como "Límite de Armstrong"– el agua hierve a la temperatura del cuerpo humano: 37 ºC. Si seguimos subiendo, la cosa no mejora.
En el espacio, con presión atmosférica cero, los fluidos del organismo comienzan a ebullir y evaporarse incluso en el más inimaginable frío, deshidratándose por completo mientras dan un espectáculo tan magnífico como aterrador, como lo demuestran las colas de los cometas, que son casi completamente de hielo y, sin embargo, hierven y desprenden vapor aunque estén a merced del vacío espacial, extendiéndose miles de millones de kilómetros.
Por suerte, nada de esto me ocurrió ni llegué a atestiguar. Cansado por el largo viaje, retorné casi inmediatamente a mi mundo y a mi era. Son las ventajas de tener una máquina del tiempo en la cabeza.
Caminos sinuosos
En esta aún lejana oportunidad fui a conocer el espaciopuerto comercial más importante del Sistema Solar: Ceres, un punto táctico en la economía del universo. Mi paseo, claro, no sería motivado por la curiosidad capitalista; me seducía aprender cómo la ciencia había resuelto la expansión de la Humanidad a través de la hambrienta nada del universo y cómo creció a partir de ella.
Decía Nietzsche que la ciencia es una necesidad, que sin ella el Hombre aún no hubiera aprendido a desconfiar. Nada nuevo habría además de variaciones de las mismas costumbres, quizá sólo nuevas supersticiones cuando accidentalmente descubriéramos caminos alternativos. Así que la ciencia de Ceres debía de ser realmente maravillosa, tanto como tan nuevo y largo era el camino que había abierto para llegar ahí.
Pero, antes de llegar yo, tuve que atravesar buena parte del Cinturón de asteroides, una odisea que resultó ser mucho menos peligrosa que lo que cabría en una imaginación influenciada por el arte, pero no por ello menos sorprendente.
Lo primero que impacta al viajero cuando el piloto automático anuncia que se adentrará en el cinturón de asteroides es que, a pesar de que éstos se agrupan de a millones, la típica imagen de naves esquivando rocas que nos dieron las películas y los videojuegos está totalmente fuera de escala.
El campo minado de rocas que hay entre Marte y Júpiter cubre 50 billones de billones de km3, pero la masa que hay en ese espacio apenas alcanzaría para rellenar los cráteres de nuestra Luna. La gran mayoría de los asteroides mide apenas más o menos que metros; sólo unos pocos llegan a varias decenas de kilómetros.
Con estas dimensiones, cada asteroide tiene en promedio mil millones de kilómetros de espacio para convertirse en un planeta si lo desea. Aún los más cercanos entre sí están a miles y miles de km unos de otros, todos más o menos en la misma órbita estable –y no tambaleándose aleatoriamente como bolas de un billar cósmico–.
Ya en tu era pre-espacial, 11 naves de NASA exploraron el cinturón de asteroides sin percance alguno. En el futuro, es un paso obligado para incursionar en la minería de asteroides, que ya se me dejaba entrever por la gruesa cúpula de mi transporte sideral, el Encke.
Encke no es una nave per se, sino un cometa. Su órbita dura apenas tres años, por lo que se decidió colonizarlo y aprovechar tanto su nula demanda de combustible como su paso periódico por los caminos de la Tierra, Venus, Mercurio, Marte y el propio Cinturón de asteroides. Además, el viaje de seis meses hasta Ceres era mucho más llevadero gracias a sus kilométricas instalaciones.
Su velocidad es prácticamente la misma que se podía alcanzar con el mejor motor de iones disponible en aquél momento del porvenir, pero por una fracción de su costo. Desde la base lunar, interceptar a Encke requería aún menos energía y dinero, e incluso se usaba para dejar a otras naves bastante cerca de Júpiter, donde otro capítulo de esta historia del futuro se escribía en silencio.
Pero esta vez se trata acerca de la minería de asteroides, una empresa que no haremos sólo por los minerales sino también por el agua que en forma de hielo atesoran estos objetos. Casi la totalidad del agua actual de la Tierra provino de estos asteroides, y sólo le daremos un empujón al desarrollo natural del Sistema Solar acarreando con naves estos témpanos espaciales como en otro tiempo los buques hicieron con los icebergs de la Antártida para repartir hielo en todo el mundo, mucho antes de que hubiera tecnología para congelar agua.
Claro debe quedar: por abundante que sea el agua sideral, no será gratuita. La infraestructura que hará posible esta empresa, además de la que vengo contando, se basará principalmente en la colonización de todo un planeta enano: Ceres, la gema incrustada en el centro del Cinturón que, por su escasa gravedad, es un espaciopuerto ideal que opone casi nula resistencia al despegue de las naves.
Ceres
El 99% del problema de los viajes espaciales es salir al espacio. Hablando de tiempo, trabajo, energía y dinero, lanzar una nave fuera de la Tierra es como construir una central nuclear para poner en marcha una moto. Pero una vez afuera todo es mucho más simple. Ceres es, prácticamente, una estación espacial natural del tamaño de Argentina, con espacio de sobra para millones de trabajadores y turistas.
Al carecer de atmósfera y casi de gravedad, la superficie de Ceres está directamente expuesta al espacio. Escapar de allí cuesta poco más que saltar de un tren en movimiento. De hecho, ese era el sistema que se usaba para abandonar Ceres, cuyos rieles ya podía ver trazados por puntos luminosos desde la distancia a la que el transbordador que me llevaba desde Encke lo acechaba.
En todo este viaje –que algún día rozará los 23 minutos que tarda la luz en realizarlo– aprendí que Ceres tiene suficiente agua bajo su corteza para hidratar a su colonos, probablemente más que la Tierra misma. Tal abundancia no sirve sólo de alimento, sino también como combustible y fuente de oxígeno. Este gas, a su vez, luego de ser transformado en dióxido de carbono mediante un complejo proceso de respiración humana, era el que permitía crecer a las plantas, que generaban alimento y más oxígeno.
El aterrizaje fue suave y rápido. Tras corroborar que ningún pasajero traía animales o nitrógeno de contrabando (porque compone más el 75% del aire terrestre y la nostalgia paga muy bien en Ceres), todos abordamos un ascensor que nos llevó cientos de metros lejos del vacío.
Ya dentro de sus instalaciones subterráneas, noté que el verdadero problema de Ceres era su débil gravedad, de apenas un 3% de la terrestre. Inicialmente, los trabajadores de la base eran temporarios y debían llevar un estricto plan de ejercicios para regresar en buenas condiciones. Pero muchos comenzaron a establecerse, alentados por las ansias de reclamar como propia una parte de sus terrenos.
Toda la maquinaria humana que a las fuerzas terrestres les tomó millones de años modelar, la naturaleza anárquica de Ceres la corrompió en un par de generaciones. Con el tiempo, esto derivó en nativos biológicamente infrahumanos. Sus organismos se adaptaron a la ingravidez, y con más tiempo entre su atmósfera y radiación, innumerables mutaciones harán que deriven en una especie bastante diferente.
Pero Ceres, a diferencia de la Tierra, seguramente sobreviva a la transformación del Sol en una enana roja. Y los cerulianos serán parte del legado de los terrícolas por cien millones de años más. Pero –aún muy lejos de ese instante– el Ceres que yo veía por dentro era igualmente fantástico. La Humanidad se adapta como ningún otro parásito es capaz de hacerlo, transformándose tanto como transforma a sus anfitriones.
Los turistas como yo, por otra parte, nos alegrábamos de cosas como poder dar un salto vertical de 20 metros con poco esfuerzo. Al principio esto es genial, pero uno comienza a usar botas magnéticas la segunda vez que estornuda.
Además de los espacios recreativos destinados a tal fin, allí funcionan el puerto, la aduana, la refinería, el casino y el prostíbulo más importantes del Sistema Solar. Como la Antártida, Ceres no pertenece a ninguna nación, sino que sus zonas están más o menos bien repartidas, aunque al final toda la gente se mezcla, especialmente en el prostíbulo. Por ahora, los cerulianos heredan la nacionalidad de sus padres o antepasados terrícolas más cercanos, pero están empezando a reclamar la independencia del archipiélago espacial para ser, oficialmente, "centurinos".
La conquista del Cinturón de Asteroides no ocurrirá pronto, pero ocurrirá. Estamos hablando de pequeñas rocas con un billón de dólares en platino, por ejemplo, que devuelven mil veces más de lo invertido. Es un negocio que alguien no se va a perder...
Ya en 1967 los representantes terrícolas firmaron un Tratado Espacial que determina que el espacio es de dominio público y que ninguna nación puede reclamarlo como propio. Sin embargo, el pacto no contempla el uso de sus recursos –cosa absurda siendo tan abundantes y accesibles–. En vista de la enorme riqueza disponible en el Cinturón, propondría una nueva cláusula que contemplara la donación benéfica de cierto porcentaje de lo obtenido de los recursos espaciales, que son patrimonio de la Humanidad.
Esto, sin embargo, nadie lo estaba pensando en el futuro que visité, porque la ciencia avanza pero no suele arrastrar con ella a la filosofía del hombre común. Conquistar el espacio es infinitamente más fácil que dominar el egocentrismo de los seres capaces de conquistar el espacio.
Metales viles aparte, el tema de los recursos naturales en la Tierra del futuro sigue igual, excepto porque ya no hay gas ni petróleo. Por suerte, abundan el Sol y el viento –que empezamos a valorar fuera del planeta–, y la mayoría de los hogares y establecimientos son energéticamente autónomos; los sistemas son algo costosos, pero se pagan una sola vez y el mantenimiento es mínimo. Los grandes requerimientos energéticos particulares son satisfechos, como conté en otra ocasión, mediante diversas fuentes de energía espacial.
Mientras en la Tierra comenzaban a remediarse los problemas medioambientales y hasta a aprovechar la energía de los huracanes para generar electricidad, Ceres no estaba exento de accidentes y catástrofes naturales. El percance más común era la "caída" al espacio de quienes trabajan en la superficie. Por ello la mayoría de los constructores iban siendo reemplazados por robots.
Peor era cuando un tren descarrillaba o se quebraba su casco presurizado con ayuda de algún meteorito: los ocupantes, que no llevaban trajes especiales, quedaban a la intemperie absoluta... Mucho peor de lo que suena. Lejos de congelarse como nos enseñó a no pensar Hollywood, y aunque las temperaturas a la sombra son cercanas al cero absoluto, los cuerpos humanos comienzan a hervir.
Primero, porque al no haber nada a su alrededor a lo que transferir su calor corporal acumulan todo esa energía, sobrecalentándose. Segundo, por el factor de la presión atmosférica en el comportamiento del agua...
Incluso en la Tierra, aunque estemos acostumbrados a que ésta hierva a 100 ºC, ya a sólo 19.000 metros de altura –punto conocido como "Límite de Armstrong"– el agua hierve a la temperatura del cuerpo humano: 37 ºC. Si seguimos subiendo, la cosa no mejora.
En el espacio, con presión atmosférica cero, los fluidos del organismo comienzan a ebullir y evaporarse incluso en el más inimaginable frío, deshidratándose por completo mientras dan un espectáculo tan magnífico como aterrador, como lo demuestran las colas de los cometas, que son casi completamente de hielo y, sin embargo, hierven y desprenden vapor aunque estén a merced del vacío espacial, extendiéndose miles de millones de kilómetros.
Por suerte, nada de esto me ocurrió ni llegué a atestiguar. Cansado por el largo viaje, retorné casi inmediatamente a mi mundo y a mi era. Son las ventajas de tener una máquina del tiempo en la cabeza.