El mensaje estelar
Un experimento mental acerca del paso cero.
28/7/19
Supongamos que una noche las estrellas comienzan a parpadear. Mientras algunas bajan su brillo exactamente a la mitad, otras lo duplican, pero el cambio es simultáneo y muy notorio. Se repite a intervalos regulares de exactamente un segundo y en todo el cielo a la vez. La comunidad científica lo ha corroborado y no caben dudas: nadie está alucinando; el cielo cambia. ¿Qué es lo primero que pensarías?
Hay mucho por pensar. Las imaginaciones más aladas ya estarán deleitándose con fantasías de toda índole en cuanto a las causas del fenómeno y sus repercusiones para la Humanidad. Mundos imaginarios emergen con nuevas ciencias, artes y religiones. Tantos cuentos pueden salir de esta idea como bosques de una sola semilla. Y de eso se trata este experimento mental.
Pero hay algo que la imaginación no te puede aportar, una pieza de conocimiento que sólo es accesible a partir de cierto punto de la línea evolutiva de una civilización. Un detalle que lo cambia todo, que nos distingue del resto de los habitantes del planeta. ¿Qué puede ser?
¿Todavía no lo dedujiste?
Mira nuevamente ese cielo estrellado que parpadea al unísono. Algo está mal. Algo es demasiado sospechoso.
¿Qué es lo que ves? Estrellas. Luz, básicamente. ¿Y qué caracteriza a la luz, qué tiene de único?
Su velocidad es una constante universal. No todas las especies de todos los mundos ni de todos los tiempos saben eso. En nuestro contexto, la llamamos "c", del latín "celéritās", velocidad. Luz es sinónimo de velocidad.
La luz tarda en atravesar el espacio porque tiene una velocidad finita y constante, y todas las estrellas están a diferentes distancias, de modo que, aunque las veamos cambiar al mismo tiempo, en realidad cambian en diferentes momentos. Esto significa que ¡el centro de todo ese fenómeno universal es la Tierra!
Claro que podría ser casualidad (una muy grande), pero la Tierra se mueve por el espacio a velocidades vertiginosas, igual que las estrellas, y éstas deberían estar "ajustando" constantemente su parpadeo para que en la Tierra parezca regular y uniforme. Sin mencionar que los astros y agujeros negros curvan el camino de la luz, haciendo más complicada esta fabulosa sincronización estelar.
Demasiada casualidad.
Pronto, los telescopios en órbita confirman que el cambio no se ve igual desde todos lados. Apenas nos alejamos del planeta, las estrellas comienzan a desfasar sus destellos, primero por fracciones de nanosegundo... y por años si pudiéramos viajar a la estrella más cercana. Si el fenómeno es realmente universal, con certeza hay una estrella que comenzó la secuencia 13 mil millones de años antes que otra. Sólo desde la superficie de la Tierra el evento parece homogéneo.
Raro, ¿no?
Todas las mentes del planeta, preparadas o no, se ponen a analizar el fenómeno. Las computadoras corren simulaciones al borde de freír sus circuitos. Los místicos revisan cada símbolo de cada libro en busca de una pista. Los astrólogos se arrancan los pelos. Los vendedores de pelucas se vuelven millonarios.
Para empeorar la incertidumbre, no hay un patrón aparente en las coordenadas de los destellos. Cada astro parece parece haber elegido aumentar o reducir su brillo al azar, y el estado completo del cielo parece no repetirse jamás. Y no hay ningún otro evento extraño. No aparecen osos polares en islas tropicales ni robots de metal líquido persiguen a mujeres llamadas Sarah. El único patrón que queda en evidencia es binario: más brillo o menos brillo.
Unos más velozmente que otros se convencen de que se trata de un mensaje –convicción inevitable una vez que realmente somos el centro del universo–.
Pero hay formas más fáciles de enviar un mensaje. Y, si realmente es un mensaje, cómo lo hicieron ya no es importante. Si semejante coordinación (que prácticamente involucra todas las partículas del universo enfocadas en un mismo punto del espaciotiempo) es apenas el medio, ¿qué contenido puede ser tan magnífico para valer tanto esfuerzo? Nadie rompe el esquema del universo para decir "Hola, humanos". Al menos debería contener, además, la dirección del remitente.
Muy raro.
Todo indica que alguna clase de "inteligencia" hay detrás de este misterio. Aunque sea un extraño tipo de inteligencia evolutiva por el cual de pronto las estrellas cobraron consciencia y se organizaron en torno a la Tierra, quizás porque después de todo éramos parte del único planeta habitado. Improbable, pero no lo podemos descartar.
En el lapso de un mes, el mundo ve tantas nuevas teorías y experimentos como en toda su historia. Nuevas geometrías son inventadas, nuevas dimensiones propuestas, complejas nuevas matemáticas desarrolladas, nuevas armas de destrucción masiva (por las dudas), nuevas viejas se quejan de que en sus tiempos el cielo no cambiaba.
Quizás el universo fue siempre inteligente, pero nunca lo habíamos notado o había estado durmiendo. O tal vez hubo en desperfecto en la máquina que simula nuestro universo artificial. O...
Y, de repente, transcurrido un año, las estrellas dejan de parpadear. Todo vuelve a la normalidad. La indiferencia del cielo deja una sensación de preocupación aún mayor que cuando todo comenzó. Ahora falta algo.
Quizás nos perdimos el mensaje, la oportunidad de ascender a un plano existencial más elevado o de cruzar un portal dimensional hacia un mundo de chocolate que descansa sobre cuatro pizzas, que a su vez se apoyan sobre una mujer desnuda. Quizás fallamos la prueba y todo terminó. Nos quedó nada más una montaña de literatura, sectas y conjeturas de dioses, alienígenas, hologramas, simulaciones, universos dentro de universos y más. Y todo eso a partir de los mismos datos sensoriales, que por sí mismos no significan nada.
Fuera un mensaje o no, no pudimos resolver el misterio. Nuestra inteligencia colectiva no tuvo la potencia necesaria. Algunas supercomputadoras seguirían simulando mundos posibles durante siglos con la esperanza de dar con uno donde el mismo destello ocurriera, y así entender qué lo causaba (una tarea virtualmente infinita durante la cual se crearían todo tipo de mundos virtuales con seres conscientes que tratarían de descubrir los misterios de su propio universo).
Pero la clave, que he mencionado más arriba, es la cantidad de hipótesis que pueden surgir de la simple observación, de lo que entra al cerebro por los sentidos. Y así funciona nuestra realidad, a veces con fenómenos incluso más extraños que este. Muchos (si no la mayoría) de esos eventos aún no han sido notados por nadie, como nadie había pensado en poner un eje a la rueda durante millones de años, ni nadie había observado con detenimiento las sombras que indicaban que la Tierra no era plana, ni la forma de las alas de un ave para crear una máquina voladora...
Observar es el primer paso de todo progreso. De hecho, es el paso cero. La percepción en sí misma viene después: es una observación modificada por el pensamiento. Curiosamente, para lograr una buena observación, primero hay que suprimir el juicio, ver las cosas como son, como se presentan desnudas a los sentidos, aunque de éstos diga el cerebro que no son de fiar.
Pues, no, no estoy aconsejando tener fe en lo sensorial, sino recordar que es la materia prima de todo cuanto experimentamos.
En el plano humano, muy por debajo de las rebeldes estrellas, ejercitar el ver (que es mirar a propósito) y el escuchar (que es prestar atención a lo que se oye) es esencial para la vida plena, consciente. En lugar de sólo hacer una pausa mientras otro habla y preparar nuestra siguiente línea del discurso: suspender todo pensamiento hasta haber recibido el mensaje tal cual; escuchar esa voz como si viniera de nuestra propia cabeza, como al leer –porque escuchar es leer mentes y ver es leer cuerpos, y no son artes sencillas–.
Cualquiera podría estar encendiendo y apagando miles de millones de neuronas –con el mismo inimaginable esfuerzo que requiere coordinar el parpadeo de las estrellas del universo observable– para decirnos algo. No es un esfuerzo menospreciable de la naturaleza, que nos nutre de ese modo.
El acertijo no tiene solución, pero el mensaje de las estrellas para mí era claro: nos decía que éramos el centro del universo en ese instante, que nos estaba hablando exclusivamente a nosotros, tal vez simplemente para hacernos asombrar o sonreír o pensar. Y, quizá por estar absortos en buscarle una explicación a ese fenómeno, pensando mientras el universo hablaba, no pudimos entenderlo ni darle una respuesta.
Hay mucho por pensar. Las imaginaciones más aladas ya estarán deleitándose con fantasías de toda índole en cuanto a las causas del fenómeno y sus repercusiones para la Humanidad. Mundos imaginarios emergen con nuevas ciencias, artes y religiones. Tantos cuentos pueden salir de esta idea como bosques de una sola semilla. Y de eso se trata este experimento mental.
Pero hay algo que la imaginación no te puede aportar, una pieza de conocimiento que sólo es accesible a partir de cierto punto de la línea evolutiva de una civilización. Un detalle que lo cambia todo, que nos distingue del resto de los habitantes del planeta. ¿Qué puede ser?
¿Todavía no lo dedujiste?
Mira nuevamente ese cielo estrellado que parpadea al unísono. Algo está mal. Algo es demasiado sospechoso.
¿Qué es lo que ves? Estrellas. Luz, básicamente. ¿Y qué caracteriza a la luz, qué tiene de único?
Su velocidad es una constante universal. No todas las especies de todos los mundos ni de todos los tiempos saben eso. En nuestro contexto, la llamamos "c", del latín "celéritās", velocidad. Luz es sinónimo de velocidad.
La luz tarda en atravesar el espacio porque tiene una velocidad finita y constante, y todas las estrellas están a diferentes distancias, de modo que, aunque las veamos cambiar al mismo tiempo, en realidad cambian en diferentes momentos. Esto significa que ¡el centro de todo ese fenómeno universal es la Tierra!
Claro que podría ser casualidad (una muy grande), pero la Tierra se mueve por el espacio a velocidades vertiginosas, igual que las estrellas, y éstas deberían estar "ajustando" constantemente su parpadeo para que en la Tierra parezca regular y uniforme. Sin mencionar que los astros y agujeros negros curvan el camino de la luz, haciendo más complicada esta fabulosa sincronización estelar.
Demasiada casualidad.
Pronto, los telescopios en órbita confirman que el cambio no se ve igual desde todos lados. Apenas nos alejamos del planeta, las estrellas comienzan a desfasar sus destellos, primero por fracciones de nanosegundo... y por años si pudiéramos viajar a la estrella más cercana. Si el fenómeno es realmente universal, con certeza hay una estrella que comenzó la secuencia 13 mil millones de años antes que otra. Sólo desde la superficie de la Tierra el evento parece homogéneo.
Raro, ¿no?
Todas las mentes del planeta, preparadas o no, se ponen a analizar el fenómeno. Las computadoras corren simulaciones al borde de freír sus circuitos. Los místicos revisan cada símbolo de cada libro en busca de una pista. Los astrólogos se arrancan los pelos. Los vendedores de pelucas se vuelven millonarios.
Para empeorar la incertidumbre, no hay un patrón aparente en las coordenadas de los destellos. Cada astro parece parece haber elegido aumentar o reducir su brillo al azar, y el estado completo del cielo parece no repetirse jamás. Y no hay ningún otro evento extraño. No aparecen osos polares en islas tropicales ni robots de metal líquido persiguen a mujeres llamadas Sarah. El único patrón que queda en evidencia es binario: más brillo o menos brillo.
Unos más velozmente que otros se convencen de que se trata de un mensaje –convicción inevitable una vez que realmente somos el centro del universo–.
Pero hay formas más fáciles de enviar un mensaje. Y, si realmente es un mensaje, cómo lo hicieron ya no es importante. Si semejante coordinación (que prácticamente involucra todas las partículas del universo enfocadas en un mismo punto del espaciotiempo) es apenas el medio, ¿qué contenido puede ser tan magnífico para valer tanto esfuerzo? Nadie rompe el esquema del universo para decir "Hola, humanos". Al menos debería contener, además, la dirección del remitente.
Muy raro.
Todo indica que alguna clase de "inteligencia" hay detrás de este misterio. Aunque sea un extraño tipo de inteligencia evolutiva por el cual de pronto las estrellas cobraron consciencia y se organizaron en torno a la Tierra, quizás porque después de todo éramos parte del único planeta habitado. Improbable, pero no lo podemos descartar.
En el lapso de un mes, el mundo ve tantas nuevas teorías y experimentos como en toda su historia. Nuevas geometrías son inventadas, nuevas dimensiones propuestas, complejas nuevas matemáticas desarrolladas, nuevas armas de destrucción masiva (por las dudas), nuevas viejas se quejan de que en sus tiempos el cielo no cambiaba.
Quizás el universo fue siempre inteligente, pero nunca lo habíamos notado o había estado durmiendo. O tal vez hubo en desperfecto en la máquina que simula nuestro universo artificial. O...
Y, de repente, transcurrido un año, las estrellas dejan de parpadear. Todo vuelve a la normalidad. La indiferencia del cielo deja una sensación de preocupación aún mayor que cuando todo comenzó. Ahora falta algo.
Quizás nos perdimos el mensaje, la oportunidad de ascender a un plano existencial más elevado o de cruzar un portal dimensional hacia un mundo de chocolate que descansa sobre cuatro pizzas, que a su vez se apoyan sobre una mujer desnuda. Quizás fallamos la prueba y todo terminó. Nos quedó nada más una montaña de literatura, sectas y conjeturas de dioses, alienígenas, hologramas, simulaciones, universos dentro de universos y más. Y todo eso a partir de los mismos datos sensoriales, que por sí mismos no significan nada.
Fuera un mensaje o no, no pudimos resolver el misterio. Nuestra inteligencia colectiva no tuvo la potencia necesaria. Algunas supercomputadoras seguirían simulando mundos posibles durante siglos con la esperanza de dar con uno donde el mismo destello ocurriera, y así entender qué lo causaba (una tarea virtualmente infinita durante la cual se crearían todo tipo de mundos virtuales con seres conscientes que tratarían de descubrir los misterios de su propio universo).
Pero la clave, que he mencionado más arriba, es la cantidad de hipótesis que pueden surgir de la simple observación, de lo que entra al cerebro por los sentidos. Y así funciona nuestra realidad, a veces con fenómenos incluso más extraños que este. Muchos (si no la mayoría) de esos eventos aún no han sido notados por nadie, como nadie había pensado en poner un eje a la rueda durante millones de años, ni nadie había observado con detenimiento las sombras que indicaban que la Tierra no era plana, ni la forma de las alas de un ave para crear una máquina voladora...
Observar es el primer paso de todo progreso. De hecho, es el paso cero. La percepción en sí misma viene después: es una observación modificada por el pensamiento. Curiosamente, para lograr una buena observación, primero hay que suprimir el juicio, ver las cosas como son, como se presentan desnudas a los sentidos, aunque de éstos diga el cerebro que no son de fiar.
Pues, no, no estoy aconsejando tener fe en lo sensorial, sino recordar que es la materia prima de todo cuanto experimentamos.
En el plano humano, muy por debajo de las rebeldes estrellas, ejercitar el ver (que es mirar a propósito) y el escuchar (que es prestar atención a lo que se oye) es esencial para la vida plena, consciente. En lugar de sólo hacer una pausa mientras otro habla y preparar nuestra siguiente línea del discurso: suspender todo pensamiento hasta haber recibido el mensaje tal cual; escuchar esa voz como si viniera de nuestra propia cabeza, como al leer –porque escuchar es leer mentes y ver es leer cuerpos, y no son artes sencillas–.
Cualquiera podría estar encendiendo y apagando miles de millones de neuronas –con el mismo inimaginable esfuerzo que requiere coordinar el parpadeo de las estrellas del universo observable– para decirnos algo. No es un esfuerzo menospreciable de la naturaleza, que nos nutre de ese modo.
El acertijo no tiene solución, pero el mensaje de las estrellas para mí era claro: nos decía que éramos el centro del universo en ese instante, que nos estaba hablando exclusivamente a nosotros, tal vez simplemente para hacernos asombrar o sonreír o pensar. Y, quizá por estar absortos en buscarle una explicación a ese fenómeno, pensando mientras el universo hablaba, no pudimos entenderlo ni darle una respuesta.