Inteligencia, detalles y contexto
El bosque detrás del árbol.
24/5/13
Según un estudio reciente, los cerebros inteligentes ganan habilidad para percibir el movimiento de objetos pequeños suprimiendo el fondo de la escena —lo supuestamente irrelevante, el ruido—, y a costa de esto pierden de vista a los grandes objetos, considerados —sostengo que prematuramente— como distracciones. Esto lo comprende inmediatamente cualquiera al realizar este test por primera vez...
Bueno, esto es cierto: un alto Cociente Intelectual está ligado a una elevada atención a los detalles y a una pobre distinción del contexto. Pero ¿es eso inteligencia?
Según las conclusiones del estudio —sospechosamente anacrónico—, podríamos decir por ejemplo que un cerebro inteligente —comparado con otro de menor IQ— notaría más velozmente en qué dirección vuela un ave lejana, pero que tardaría más en determinar hacia dónde flota una gran nube. Tiene sentido, y tiene un sentido muy particular: ser inteligente es mirar por un microscopio mientras a nuestro alrededor afila sus garras una manada de Velociraptor.
Claro que allí la definición de "inteligente" está silenciosamente tomada de un test de IQ que convenientemente mide la capacidad de atención a los detalles. Esto es injustamente redundante o al menos imprudente, ya que, así como la apreciación musical depende tanto de rescatar una semifusa como de la experiencia holística que incluye a esa nota en el todo de la obra, la inteligencia es una cuestión de relaciones, relaciones entre los detalles y el contexto –y a veces el contexto es mucho más relevante que el detalle–.
Piénsese en una Mona Lisa ubicada justo delante de las fauces de un tiburón, o posando frente a una guillotina ensangrentada y una pila de cabezas. ¿Qué significan ahora su sonrisa y su mirada? El fondo la convierte en víctima o en verdugo. Los detalles siguen importando, pero el problema es cuáles. Quítese el fondo por completo y la Gioconda seguirá dependiendo de él (¿sería éste acaso negro o blanco?). Quien sólo se concentre en el detalle de su sonrisa no será más inteligente que quien eche un vistazo sin posar la vista en nada ni notar que carece de cejas y pestañas.
Por supuesto que en la pieza artística nada hay irrelevante, porque ha sido sustraída del mundo para ser un mundo en sí misma, pero aún así la analogía es válida ya que se requiere también en la apreciación inteligente de la realidad el trabajo conjunto de lo que en dicho estudio se desestima: se confunde atención con contemplación, que tan distantes son como memorias de corto y largo plazo y tan entrelazadas están como figura y fondo.
Por otro lado, si bien aquella furtiva definición de inteligencia puede ser acertada en muchos contextos, quizá en la mayoría de nuestra situación actual, es inteligencia también —y tal vez más preciosa por su escasez— la capacidad de sustraer conscientemente los detalles para percibir un significado más amplio —the big picture, dirían en el Imperio—, el bosque detrás del árbol. Por ejemplo: para comprender el significado de la evolución de las especies, que no se encuentra en ninguno de sus potencialmente infinitos detalles, o para pensar otras nubes tan grandes para la vista que no queda más remedio que imaginarlas: tendencias a gran escala, desde lo cosmológico a lo social, que suponen una importancia significativa mucho mayor que la suma de sus partes.
Se trata en estos casos de procesos, no ya de estáticos resultados geométricos en un test del que se ha eliminado toda interpretación alternativa y aislado la "correcta". La realidad es más compleja y a todo nivel tiene árboles que impiden ver el bosque y viceversa; en ella las figuras son antes que nada resultados de procesos de fondo, increíblemente amplios y extensos, y es sólo abarcando éstos que puede accederse al significado, sin necesidad de conocer todos sus detalles.
No hay en la realidad respuesta correcta porque no hay establecida una identidad de fondo y figura o detalle y contexto definitiva; depende del punto de vista. El árbol puede ser figura sobre el fondo del bosque, pero éste es figura sobre otro fondo como también el árbol es fondo de más figuras. Esta es una pluralidad increíblemente menospreciada que vale la penao desarrollar para expandir el alcance de estas ideas [cf. Gestalt].
Lo importante por ahora es que poco aportaría a su inteligencia que el lector tuviese una capacidad superdesarrollada de distinguir detalles tipográficos, cuando en ninguna letra encontrará el significado de este texto —y ni siquiera el de tipografía—. La conclusión del estudio es correcta, pero construida sobre una premisa injusta, sobre un sólo aspecto de la inteligencia (que no es autónomo). Es un inesperado ejemplo de la diferencia entre lo coherente y lo verosímil, lo acertado y lo verdadero.
La inteligencia, entonces y pese a nuestra compulsión cultural de "señalar el objeto fuera de lugar", sigue siendo una misteriosa neblina musical. Ese filtro que impone automáticamente el cerebro para quitar el fondo y dejar el detalle no merece llamarse inteligencia. Eso lo hace hasta el burro al perseguir la zanahoria que cuelga de sí mismo.
Bueno, esto es cierto: un alto Cociente Intelectual está ligado a una elevada atención a los detalles y a una pobre distinción del contexto. Pero ¿es eso inteligencia?
Según las conclusiones del estudio —sospechosamente anacrónico—, podríamos decir por ejemplo que un cerebro inteligente —comparado con otro de menor IQ— notaría más velozmente en qué dirección vuela un ave lejana, pero que tardaría más en determinar hacia dónde flota una gran nube. Tiene sentido, y tiene un sentido muy particular: ser inteligente es mirar por un microscopio mientras a nuestro alrededor afila sus garras una manada de Velociraptor.
Claro que allí la definición de "inteligente" está silenciosamente tomada de un test de IQ que convenientemente mide la capacidad de atención a los detalles. Esto es injustamente redundante o al menos imprudente, ya que, así como la apreciación musical depende tanto de rescatar una semifusa como de la experiencia holística que incluye a esa nota en el todo de la obra, la inteligencia es una cuestión de relaciones, relaciones entre los detalles y el contexto –y a veces el contexto es mucho más relevante que el detalle–.
Piénsese en una Mona Lisa ubicada justo delante de las fauces de un tiburón, o posando frente a una guillotina ensangrentada y una pila de cabezas. ¿Qué significan ahora su sonrisa y su mirada? El fondo la convierte en víctima o en verdugo. Los detalles siguen importando, pero el problema es cuáles. Quítese el fondo por completo y la Gioconda seguirá dependiendo de él (¿sería éste acaso negro o blanco?). Quien sólo se concentre en el detalle de su sonrisa no será más inteligente que quien eche un vistazo sin posar la vista en nada ni notar que carece de cejas y pestañas.
Por supuesto que en la pieza artística nada hay irrelevante, porque ha sido sustraída del mundo para ser un mundo en sí misma, pero aún así la analogía es válida ya que se requiere también en la apreciación inteligente de la realidad el trabajo conjunto de lo que en dicho estudio se desestima: se confunde atención con contemplación, que tan distantes son como memorias de corto y largo plazo y tan entrelazadas están como figura y fondo.
Por otro lado, si bien aquella furtiva definición de inteligencia puede ser acertada en muchos contextos, quizá en la mayoría de nuestra situación actual, es inteligencia también —y tal vez más preciosa por su escasez— la capacidad de sustraer conscientemente los detalles para percibir un significado más amplio —the big picture, dirían en el Imperio—, el bosque detrás del árbol. Por ejemplo: para comprender el significado de la evolución de las especies, que no se encuentra en ninguno de sus potencialmente infinitos detalles, o para pensar otras nubes tan grandes para la vista que no queda más remedio que imaginarlas: tendencias a gran escala, desde lo cosmológico a lo social, que suponen una importancia significativa mucho mayor que la suma de sus partes.
Se trata en estos casos de procesos, no ya de estáticos resultados geométricos en un test del que se ha eliminado toda interpretación alternativa y aislado la "correcta". La realidad es más compleja y a todo nivel tiene árboles que impiden ver el bosque y viceversa; en ella las figuras son antes que nada resultados de procesos de fondo, increíblemente amplios y extensos, y es sólo abarcando éstos que puede accederse al significado, sin necesidad de conocer todos sus detalles.
No hay en la realidad respuesta correcta porque no hay establecida una identidad de fondo y figura o detalle y contexto definitiva; depende del punto de vista. El árbol puede ser figura sobre el fondo del bosque, pero éste es figura sobre otro fondo como también el árbol es fondo de más figuras. Esta es una pluralidad increíblemente menospreciada que vale la penao desarrollar para expandir el alcance de estas ideas [cf. Gestalt].
Lo importante por ahora es que poco aportaría a su inteligencia que el lector tuviese una capacidad superdesarrollada de distinguir detalles tipográficos, cuando en ninguna letra encontrará el significado de este texto —y ni siquiera el de tipografía—. La conclusión del estudio es correcta, pero construida sobre una premisa injusta, sobre un sólo aspecto de la inteligencia (que no es autónomo). Es un inesperado ejemplo de la diferencia entre lo coherente y lo verosímil, lo acertado y lo verdadero.
La inteligencia, entonces y pese a nuestra compulsión cultural de "señalar el objeto fuera de lugar", sigue siendo una misteriosa neblina musical. Ese filtro que impone automáticamente el cerebro para quitar el fondo y dejar el detalle no merece llamarse inteligencia. Eso lo hace hasta el burro al perseguir la zanahoria que cuelga de sí mismo.